jueves, diciembre 15, 2011

Aniversario.
Poco a poco el cigarro se consumía en el cenicero. Mientras un disco sonaba sin parar en el reproductor, la botella de vino destilaba las gotas de frío sobre la mesa de estar. Ubicada en el centro de la biblioteca. Robert, agitaba el licor dentro de la copa con un movimiento circular de su mano, mientras luchaba con la pesadez en los parpados. Había sido un día difícil y lleno de recuerdos, que requería de un ambiente fuera de estímulos que llamaran a la nostalgia. Mientras perdía la batalla contra el sueño, a su lado se posó Rebecca. Entró sigilosa, como gato, preguntándole cuándo volvería a la cama. Fue en ese momento cuando todo rastro de cansancio desapareció del rostro de Robert. Al verla ahí, tan bella como el día que la conoció. Su pelo negro caía sobre sus hombros, ojos ámbar que se iluminaban con la escasa luz que proveía el cuarto, descalza, ataviada con un sencillo mono y una camisita para dormir que coqueteaba con la imaginación al translucir tímidamente el ocre de sus pezones. Sí, era su esposa, la mujer de su vida.
Robert no quería olvidar esa imagen. Quería recordarla así, como una musa que iluminaba el camino que habían decidido recorrer juntos. Mi vida, vas amanecer con dolor de espalda y cuello
si sigues durmiendo en ese sillón ¿Por qué no vuelves a la cama? –Inquirió Rebecca tras ponerse a su espalda y rodearlo con sus brazos - Sabes que no ha sido un día fácil, y necesitaba dejar escapar algo de presión en mi cabeza para conciliar el sueño. Robert vio sus ojos y la besó. Sabía que esos momentos eran los generadores del cariño y respeto que se habían prometido desde hacía 15 años. ¿Sabes qué me estaba acordando? Del día en que nos conocimos, ¿lo recuerdas? –Preguntó él, mientras ella bordeaba el sillón y se sentaba en la mesita que reposaba en el centro de la habitación- Roberto, ¿cómo puedes seguir recordando eso? Ha pasado mucho tiempo, y podemos asegurar con propiedad, que ya soy tuya.
Fue una mañana de enero, de esas en que Caracas es envuelta entre un frío que no es polar pero tampoco permite olvidar el suéter en casa. Robert tenía 23 años, y trataba de entrar al metro para ir al trabajo. Entre esa muchedumbre notó un simple cintillo rojo sobre una cabellera negra. Sus ojos, intrigados por la simplicidad de esa combinación siguieron observando la escena. Sin percatarse que sus pies poco a poco caminaban hasta la dueña de la visión. Se encontró entonces, al lado de una muchacha que rondaba los 20 años. Piel tersa y luminosa como el Sol. Con un morral lleno, que denotaba que iba a la universidad o también al trabajo. Él no podía dejar de pasar esa oportunidad, tenía que hablar con ella, así fuera para preguntarle la hora. Pero el tren llegó, y con ese momento, la histeria de una población tratando de llenar los vagones a su máxima capacidad. Así, tan rápido como observó a aquella muchacha, se le perdió entre la multitud.
Ese día no fue fácil para Robert. Su mente seguía rondando en aquel cintillo rojo. E n la tarde, como de costumbre salió del trabajo directo al metro para volver a casa. Luchó contra la misma multitud, que parecía reproducirse por horas dentro del subterráneo, para ingresar a un vagón. Pasaron tres estaciones cuando volvió a ver el mismo cintillo. Su corazón acelerado, no tuvo complacencias al pasar por encima de la veintena de personas que lo separaban de aquella visión. Muchas personas salieron con pies pisados ese día. Pero al fin, Robert logró colocarse al lado de la muchacha del morral. Su entrada fue fácil, casi como caída del cielo, ella leía sin complacencia una selección de los mejores cuentos de Cortázar. Él, terminando estudios en Letras, supo armarse de valor para recomendarle un cuento. Lee: “La Autopista del Sur”, es uno de los mejores cuentos de Cortázar –soltó mientras la vocecita mecánica del vagón anunciaba la estación Chacaito- Ella levantó la mirada, un poco consternada por lo que había escuchado. No sabía siagradecer el gesto o ignorar a otro loco que se encontraba en la calle- Muchas gracias. Sí, ya lo leí y es muy bueno.
Llegaron hasta la estación Plaza Venezuela, ambos preparándose para bajar. Robert no sabía qué más decir, mientras la gente se arremolinaba en las puertas para salir. Como una catarata, el flujo de gente fue fulminante. Dos corrientes tratando de ir en sentidos contrarios, chocaban en lo que se llama la hora pico caraqueña. Fue cuando él vio en el piso un extraño objeto, la muchacha había botado su cintillo rojo, que rondaba sin prohibiciones entre pies desconocidos. Como pudo, Robert logró tomarlo y subió la mirada para ver si la veía. Busco, hasta que la vio hurgando en su bolso. ¡Hey! Chica Cortázar, ¿se te perdió esto? –Dijo mientras le daba el cintillo- ¡Muchas gracias! Ya estaba buscando una liga para amarrarme el pelo. ¿Cómo has logrado recuperarlo en ese mar de gente? –Inquirió ella mientras agitaba su pelo para tratar de colocar el cintillo en su lugar- Digamos que tengo una súper visión y he podido recuperarlo. Ninguno de los dos se explica el resultado de un simple encuentro. Muchas veces la vida sí funciona a través de lo cursi o de las situaciones de películas, pero ese día terminaron conversando en aquella estación por dos horas.
¿Te acuerdas Becca? Trataba de sacar a relucir cualquier tema para que no te fueras. Temía que estuvieras fastidiada, y por tu amabilidad no me decías que me fuera a la mierda –dijo mientras sorbía un poco del vino caliente que reposaba en la copa- En realidad, al principio quería cortar por lo sano, y sólo darte las gracias. Pero eres un condenado, tienes tanta labia que lograste enamorarme con tus palabras. Y no te lo niego, me parecías lindo. Robert siempre sonreía con esa respuesta, sabía que no era ningún galán, pero con su esposa siempre procuró enamorarla todos los días. Era algo que le salía innato. Vamos mi amor, es tarde. Vuelve a la cama, que no me
gusta dormir sola –dijo mientras se levantaba de la mesa- Vale, déjame terminar esta copa y subo. Con una sonrisa y picándole un ojo. Lo abrazo y desapareció entre la puerta de la biblioteca. Robert no sabe en qué momento se quedó dormido sobre el sillón.
Por la mañana, despertó con dolor en la espalda, como su esposa se lo había advertido. Se bañó, busco en el clóset su mejor traje y se lo puso. Salió temprano para no despertar a nadie, mientras que en el bolsillo interno de su chaqueta llevaba aquél cintillo rojo. En el carro tenía unas margaritas que había comprado el día anterior. Se puso en marcha para encontrarse con su esposa. Llegó al cementerio justo cuando el Sol ofrece los rayos más amables del día. Retiró las flores que había dejado hace 3 días, y colocó las nuevas. Parado frente a la lápida gris y lánguida,
exclamó: ¡Feliz aniversario Becca! Anoche me visitaste amor. Gracias por eso.
J. Díaz.

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