CREENCIA
El metro de Caracas constituye un hervidero de historias. Un lugar dónde los escritores tienen material para escribir mil libros durante mil vidas. Eso es el metro. Un sistema que nos envuelve desde el momento que entramos a la estación, hasta que cruzamos los torniquetes en nuestro destino. En cada viaje nos deja una esencia, que muchas veces puede ser otro olor humano, impregnada en la ropa. Así de básico y rudimentario es el metro. Orgullo de una ciudad y de un país que no reconozco. Tal vez suene melodramático, pero no hay mayor realidad venezolana cómo la que se ve todos los días en el metro. Tenemos nuestra delincuencia, nuestra indigencia, nuestra política, nuestra viveza, nuestros gentilicios y nuestros sueños, encerrados en vagones de ocho salidas. El metro es mucho más que un transporte, es una representación de nuestra sociedad.
Ya no queda nada de la premisa “Ciudadano Metro”. La elegancia con la que llegaban los trenes de color plomo, atravesados por líneas multicolores, cayó en saco roto. Ahora es sustituida por kilos y kilos de propaganda. A esto se le une el ajetreo de hacer un mini maratón por las escaleras de cemento, muchas mecánicas hace rato que dejaron de existir. Nos mandan saludos desde el cielo de las escaleras mecánicas. Además tenemos la lucha cuerpo a cuerpo, dónde sería buena la ayuda de El Santo, para poder entrar a esa caja sudorosa y maloliente que corre por encima de los rieles. Compartir las transpiraciones de una población que quiere llegar al mismo tiempo a un lugar, no es algo que se soporte voluntariamente, pero ¿preferimos lanzarnos al asfalto dónde el tiempo parece detenerse? Ustedes elijan. Es así que sentimos el palpitar de una corriente que hace andar a la nación.
Pienso que la mayoría de los venezolanos vivimos en una tierra alquilada. Todavía estamos esperando a que nos llegue el dueño del apartamento para que nos arregle la tubería dañada o el bombillo que se quemó hace 15 días. No hay sentido de pertenencia en las calles y dentro de nuestros hogares. Nos conformamos con una simple burla o comentario mordaz dirigido hacia la incompetencia de los que nos dirigen. El casero. Queremos ser una buena junta de condominio, pero hay demasiadas viejitas chismosas, demasiados caciques, muchas manos en el guiso y falta de una vigilancia efectiva que nos diga quién es recomendable que entre al edificio y quién no. Traspasamos nuestras frustraciones a todas las actividades que realizamos a diario, entre ellas, montarse en el metro. ¿Qué importa la señora embarazada? ¿Qué importa la tercera edad? ¡Maldición! ¿Qué importa poner tu música a todo volumen a las 8 am en el vagón? ¡Total! Éste país no es mío y no voy a ser yo quien lo arregle. Eso es lo único que nos une, esa es la verdadera unidad, nuestra disposición de mandarlo todo a la mierda cuándo mejor nos apetezca.
¿Soy un imbécil y un pesimista? Quizás. Pero éste pesimista prefiere irse parado, antes de ver a una mujer pariendo, literalmente, con una barriga de ocho meses. O es que acaso, cuándo mi madre estaba embarazada, yo deje que se quedará parada. No, eso sí me hubiera convertido en un verdadero imbécil. No soy un santo, pero tampoco me caigo a whiskys con el diablo. Son los pequeños detalles, esas pequeñas victorias morales las que impulsan a una generación de relevo que valga la pena. No puede ser posible que nuestros momentos de solidaridad tengan que venir amarrados de algún desastre natural o estallido social. Cuando las aguas y piedras ruedan sobre nuestras cabezas, o las balas nos pasan saludando, reconocemos a nuestros semejantes. ¿Es tan difícil hacerlo cuando estamos en “buenos términos”? Me aterra pensar que en la posición que estamos nos hemos deshumanizado tanto, que ya sólo nos importa sobrevivir y dejar que éste barco se hunda. Incluyendo las ratas.
Ya no queda nada de la premisa “Ciudadano Metro”. La elegancia con la que llegaban los trenes de color plomo, atravesados por líneas multicolores, cayó en saco roto. Ahora es sustituida por kilos y kilos de propaganda. A esto se le une el ajetreo de hacer un mini maratón por las escaleras de cemento, muchas mecánicas hace rato que dejaron de existir. Nos mandan saludos desde el cielo de las escaleras mecánicas. Además tenemos la lucha cuerpo a cuerpo, dónde sería buena la ayuda de El Santo, para poder entrar a esa caja sudorosa y maloliente que corre por encima de los rieles. Compartir las transpiraciones de una población que quiere llegar al mismo tiempo a un lugar, no es algo que se soporte voluntariamente, pero ¿preferimos lanzarnos al asfalto dónde el tiempo parece detenerse? Ustedes elijan. Es así que sentimos el palpitar de una corriente que hace andar a la nación.
Pienso que la mayoría de los venezolanos vivimos en una tierra alquilada. Todavía estamos esperando a que nos llegue el dueño del apartamento para que nos arregle la tubería dañada o el bombillo que se quemó hace 15 días. No hay sentido de pertenencia en las calles y dentro de nuestros hogares. Nos conformamos con una simple burla o comentario mordaz dirigido hacia la incompetencia de los que nos dirigen. El casero. Queremos ser una buena junta de condominio, pero hay demasiadas viejitas chismosas, demasiados caciques, muchas manos en el guiso y falta de una vigilancia efectiva que nos diga quién es recomendable que entre al edificio y quién no. Traspasamos nuestras frustraciones a todas las actividades que realizamos a diario, entre ellas, montarse en el metro. ¿Qué importa la señora embarazada? ¿Qué importa la tercera edad? ¡Maldición! ¿Qué importa poner tu música a todo volumen a las 8 am en el vagón? ¡Total! Éste país no es mío y no voy a ser yo quien lo arregle. Eso es lo único que nos une, esa es la verdadera unidad, nuestra disposición de mandarlo todo a la mierda cuándo mejor nos apetezca.
¿Soy un imbécil y un pesimista? Quizás. Pero éste pesimista prefiere irse parado, antes de ver a una mujer pariendo, literalmente, con una barriga de ocho meses. O es que acaso, cuándo mi madre estaba embarazada, yo deje que se quedará parada. No, eso sí me hubiera convertido en un verdadero imbécil. No soy un santo, pero tampoco me caigo a whiskys con el diablo. Son los pequeños detalles, esas pequeñas victorias morales las que impulsan a una generación de relevo que valga la pena. No puede ser posible que nuestros momentos de solidaridad tengan que venir amarrados de algún desastre natural o estallido social. Cuando las aguas y piedras ruedan sobre nuestras cabezas, o las balas nos pasan saludando, reconocemos a nuestros semejantes. ¿Es tan difícil hacerlo cuando estamos en “buenos términos”? Me aterra pensar que en la posición que estamos nos hemos deshumanizado tanto, que ya sólo nos importa sobrevivir y dejar que éste barco se hunda. Incluyendo las ratas.
No hay que creer en falsos patriotismos. El hecho de que nos digan en la escuela, y en el metro, que Bolívar era de pinga y que Alí Primera fue un gran revolucionario, no nos hace grandes venezolanos. Tampoco nuestro pasaporte o cédula. Lo que nos hará grandes venezolanos, es cuándo reconozcamos que el país se nos fue al carajo y que debemos empezar a reconstruirlo. El día que nos levantemos en la mañana y botemos la basura en su lugar, respetemos las señales de tránsito, no miremos por encima del hombro a nuestros compatriotas (¡Huy! Que miedo da esa última palabra. ¡Vamos! Maduremos un poco, tú eres mi compatriota porque nacimos en el mismo país) Que tengamos la voluntad de luchar por lo justo, y aprendamos que la violencia no es el mejor camino. Cuando comprendamos que hay que estar rodilla en tierra, no con un partido, sino con la patria que te dio tu primera identidad. Entonces en ese momento, seremos venezolanos.
Yo sigo sin reconocer el país que me vio nacer y a la ciudad que me brindó su brillo cuando salí en brazos de mi madre por las puertas de la Maternidad Concepción Palacios. No creo en marchas, no creo en bombas lacrimógenas, no creo en falsos militares, ni en falsos liderazgos. Quiero creer en las ganas que tienen cada uno de ustedes para salir adelante, para echarle pichón a una tierra que todavía tiene mucho que ofrecer. Esa es mi creencia. Y eso es lo que debería escucharse entre las paredes del metro.
Jefferson Díaz.
Yo sigo sin reconocer el país que me vio nacer y a la ciudad que me brindó su brillo cuando salí en brazos de mi madre por las puertas de la Maternidad Concepción Palacios. No creo en marchas, no creo en bombas lacrimógenas, no creo en falsos militares, ni en falsos liderazgos. Quiero creer en las ganas que tienen cada uno de ustedes para salir adelante, para echarle pichón a una tierra que todavía tiene mucho que ofrecer. Esa es mi creencia. Y eso es lo que debería escucharse entre las paredes del metro.
Jefferson Díaz.
2 comentarios:
Es así, como tú dices.
Mientras que no tomemos conciencia como ciudadanos que debemos proceder con corrección,,,seguirán sucediéndose chavez y chavecitos
Que viva la Joda Nacional!!!
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