Una carpeta como paraguas
La lluvia comenzaba a caer. Gruesas gotas chocaban contra el pavimento levantando el vapor acumulado de una mañana de sol. Con un carpeta improvisó un paraguas, mientras corría hacía su carro. Estacionado a dos cuadras. El calor pegostoso tomaba forma, y se reflejaba en su camisa y en su frente. El clima lo trasladaba seis meses atrás, cuando las mismas gotas le tatuaron el recuerdo en el cerebro. Llegó al terminal de autobuses, y observó como ella compraba un boleto lejos de Caracas, lejos de la metrópolis que lo secuestraba. Así, entre memorias, se apuró a sacar las llaves del carro. A sentarse frente al volante, recuperando el aliento mientras iniciaba el motor.
Parece tanto tiempo, pero dentro de un acumulado de historias, seis meses no son nada. Fue una experiencia que recaló dentro de su experticia, que lo descalabró y lo obligó a refugiarse en toneladas de trabajo. Todavía lo recuerda, aquella figura alejándose después del abrazo de despedida. Un gesto que sumó incertidumbre, a un futuro que se mostraba igual que las nubes de tormenta adornando aquella tarde. Mientras su voluntad se preparaba para afrontar la más dura de las pruebas: olvidar. ¿Obsesión? ¿Locura? ¿Ingenuidad? Aún las respuestas no están claras, pero la organización de lo cotidiano y los recursos personales; permiten que el manicomio no entre a casa. Dejan que el profesionalismo perdure, las prioridades se reconozcan y que los estados de ánimo se controlen. Ahora escuchaba el sonido lejano de una corneta. ¡Despertó de un sueño lúcido! Observando una luz verde frente a él, y en el retrovisor un río de conductores furiosos. -¡Qué vaina! Lo hice otra vez- Ahora ordenaba a su pierna izquierda pisar el embrague, y a la mano derecha poner la primera velocidad. Arrancó.
Caracas se le mostraba ajena. No reconoció la ciudad que lo vio crecer. Sus calles ahora son más sucias, la anarquía se apoderó y el buen ciudadano agarró sus corotos y se mudó al Antártico. Y con la lluvia, el panorama no mejora. Soportando el estacionamiento en la autopista, con el sonido de las gotas golpeando la carrocería, se seguía activando el cúmulo de recuerdos. Muchas veces pensó en llamar, en volver a marcar ese teléfono que lo llevaba a la dulce voz. Sus dedos parecían seres independientes que reconocían sus verdaderos sentimientos, mientras marcaba número por número. Aunque, la razón siempre ganaba. Y más de una vez tuvo que contener las ganas de no lanzar el celular por la ventana. Desconectarse de la tecnología, y regresar a los instintos. –Me pasé la salida. ¡Hoy no es un buen día!- Una hora se sumaba al camino, 60 minutos de trovador innecesario.
¿Pensar en ella? ¡Claro! Cuando el corazón se daba cuenta del lugar en que estaba, lanzaba sus espinas contra todo pensamiento. Destacando sus ojos, su sonrisa y su pelo. Realmente era algo adictivo, una droga en la que muchos han caído y pocos se han recuperado. Pero no hablemos de eso, pensemos en la gandola que ahora se mete al canal sin poner luz de cruce - ¡Coño e’ tu madre! Aprende a manejar – Las groserías deberían ser parte del examen para obtener la licencia: ¿Qué es mejor para desahogarse? A: gritar, B: mentarle la madre, C: pintarle una paloma, D: seguir tu camino. Muchos concordarán que las tres primeras opciones son las más usadas. De repente, el recuerdo sólido aparece, mientras el carro lucha por pasar las lagunas que dejan los drenajes rotos. Esa tarde, ese día que se fue, recorrió las aceras de las avenidas, saltando charcos y mojándose los pies. Sentirnos empapados, puede hacernos apreciar más la libertad.
Un idealista sin remedio. Eso es lo que es. Una carcaza que funciona automáticamente a la hora de trabajar y de cumplir funciones corporales. Un cerebro a punto de fundirse, y un corazón remachado con pedazos de cuero para que no se desmorone. Mientras el tiempo pasa, y dos vidas siguen su curso separadas. La energía que nos hace funcionar se ríe de él, y lo manda a comprar pilas alcalinas. Porque harán falta reservas y reservas de impulso para superar lo que se viene. Páginas en blanco para llenar con idioteces. Zapatos de goma para recorrer sin miedos las calles caraqueñas, y reconocer una urbe que se perdió entre el caos y lo absurdo. Si hay algo seguro de esta ciudad, es que te puede dar la espalda en cualquier momento. Luchar contra el deseo, y el odio. Hacer catarsis de lo malo, y levantar altares a lo positivo.
Mientras las puertas del estacionamiento se abren, la lluvia cesa. Apagar el carro, poner el tranca palanca, revisar que nada se quede, cerrar la puerta y poner la alarma. Asegurarse que los documentos en la carpeta están secos y llamar al ascensor para subir al apartamento. Los papeles que sirvieron de resguardo, ahora representan un mejor vistazo de lo que se viene. Una meta incumplida que vuelve a resurgir como bálsamo a los rechazos. Horas y horas que prometen éxitos y caras nuevas. La educación volvía a él, mientras abría la puerta de su casa. ¿Y el número por marcar? Guardado en la cartera, en forma de papelito, para cuando la soledad pegue.
Parece tanto tiempo, pero dentro de un acumulado de historias, seis meses no son nada. Fue una experiencia que recaló dentro de su experticia, que lo descalabró y lo obligó a refugiarse en toneladas de trabajo. Todavía lo recuerda, aquella figura alejándose después del abrazo de despedida. Un gesto que sumó incertidumbre, a un futuro que se mostraba igual que las nubes de tormenta adornando aquella tarde. Mientras su voluntad se preparaba para afrontar la más dura de las pruebas: olvidar. ¿Obsesión? ¿Locura? ¿Ingenuidad? Aún las respuestas no están claras, pero la organización de lo cotidiano y los recursos personales; permiten que el manicomio no entre a casa. Dejan que el profesionalismo perdure, las prioridades se reconozcan y que los estados de ánimo se controlen. Ahora escuchaba el sonido lejano de una corneta. ¡Despertó de un sueño lúcido! Observando una luz verde frente a él, y en el retrovisor un río de conductores furiosos. -¡Qué vaina! Lo hice otra vez- Ahora ordenaba a su pierna izquierda pisar el embrague, y a la mano derecha poner la primera velocidad. Arrancó.
Caracas se le mostraba ajena. No reconoció la ciudad que lo vio crecer. Sus calles ahora son más sucias, la anarquía se apoderó y el buen ciudadano agarró sus corotos y se mudó al Antártico. Y con la lluvia, el panorama no mejora. Soportando el estacionamiento en la autopista, con el sonido de las gotas golpeando la carrocería, se seguía activando el cúmulo de recuerdos. Muchas veces pensó en llamar, en volver a marcar ese teléfono que lo llevaba a la dulce voz. Sus dedos parecían seres independientes que reconocían sus verdaderos sentimientos, mientras marcaba número por número. Aunque, la razón siempre ganaba. Y más de una vez tuvo que contener las ganas de no lanzar el celular por la ventana. Desconectarse de la tecnología, y regresar a los instintos. –Me pasé la salida. ¡Hoy no es un buen día!- Una hora se sumaba al camino, 60 minutos de trovador innecesario.
¿Pensar en ella? ¡Claro! Cuando el corazón se daba cuenta del lugar en que estaba, lanzaba sus espinas contra todo pensamiento. Destacando sus ojos, su sonrisa y su pelo. Realmente era algo adictivo, una droga en la que muchos han caído y pocos se han recuperado. Pero no hablemos de eso, pensemos en la gandola que ahora se mete al canal sin poner luz de cruce - ¡Coño e’ tu madre! Aprende a manejar – Las groserías deberían ser parte del examen para obtener la licencia: ¿Qué es mejor para desahogarse? A: gritar, B: mentarle la madre, C: pintarle una paloma, D: seguir tu camino. Muchos concordarán que las tres primeras opciones son las más usadas. De repente, el recuerdo sólido aparece, mientras el carro lucha por pasar las lagunas que dejan los drenajes rotos. Esa tarde, ese día que se fue, recorrió las aceras de las avenidas, saltando charcos y mojándose los pies. Sentirnos empapados, puede hacernos apreciar más la libertad.
Un idealista sin remedio. Eso es lo que es. Una carcaza que funciona automáticamente a la hora de trabajar y de cumplir funciones corporales. Un cerebro a punto de fundirse, y un corazón remachado con pedazos de cuero para que no se desmorone. Mientras el tiempo pasa, y dos vidas siguen su curso separadas. La energía que nos hace funcionar se ríe de él, y lo manda a comprar pilas alcalinas. Porque harán falta reservas y reservas de impulso para superar lo que se viene. Páginas en blanco para llenar con idioteces. Zapatos de goma para recorrer sin miedos las calles caraqueñas, y reconocer una urbe que se perdió entre el caos y lo absurdo. Si hay algo seguro de esta ciudad, es que te puede dar la espalda en cualquier momento. Luchar contra el deseo, y el odio. Hacer catarsis de lo malo, y levantar altares a lo positivo.
Mientras las puertas del estacionamiento se abren, la lluvia cesa. Apagar el carro, poner el tranca palanca, revisar que nada se quede, cerrar la puerta y poner la alarma. Asegurarse que los documentos en la carpeta están secos y llamar al ascensor para subir al apartamento. Los papeles que sirvieron de resguardo, ahora representan un mejor vistazo de lo que se viene. Una meta incumplida que vuelve a resurgir como bálsamo a los rechazos. Horas y horas que prometen éxitos y caras nuevas. La educación volvía a él, mientras abría la puerta de su casa. ¿Y el número por marcar? Guardado en la cartera, en forma de papelito, para cuando la soledad pegue.
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