jueves, junio 30, 2011

Carta N°9
Te escribo entre las sombras. A la luz de una vela, que bambolea su luz con la ayuda del viento gélido que llega del norte. Sobre una mesa que destila los años de lana y aceites que se posaron sobre ella, y apoyado en una silla que vivió mejores momentos. Sí, en este escenario me dispongo a escribir la carta que esperas.
No, esto no es cierto. Te pinto dicho panorama para que sepas que Lhasa, capital del Tíbet, no ha escapado de la tecnología. Dos veces al día nos llega la señal para poder revisar correos electrónicos, y alguna que otra página de compras en línea que los monjes desean conocer. Sí, desde el techo del mundo, no se pierde el sentido de la realidad. Desde aquí, a 18 horas de vuelo de tu sonrisa, sigo pensando en ti.
La concepción es extraña. Vine en busca de paz mental, y la falta de medios de comunicación o de las fotos que dejé en mi cámara (contigo a mi lado), no colaboran con el objetivo. Por eso te escribo, sin papel ni lápiz. Frente a una pantalla en blanco que titila cada vez que me detengo a pensar una idea. Imaginando que palabra por palabra será digerida como un sentimiento de esperanza o la culminación de algo que nunca empezó. Desde aquí, entre rezos nocturnos y temperaturas bajo cero, estoy seguro de extrañarte a rabiar. Por supuesto, las cosas son simples, muy simples. Porque cuando aprendes a ver más allá de lo obvio, te das cuenta que las respuestas están a simple vista. Verdades crudas, indiscretas y sin escrúpulos, que dejan claro las reglas del juego. No hay amor. No hay pérdida de los sentidos. No se otorgan concepciones. No hay química. Señales que evitan los accidentes, o que tomemos una maleta y nos larguemos al fin del planeta. Créeme, lo aprendí el primer día que llegué aquí.
He destilado entonces la percepción de mis emociones. Comprendido que no me quieres más allá de darte consejos de vida (que no comprendes), palmadas en la espalda por un trabajo bien hecho o compartir entre copas las travesuras de tu corazón. Una amistad que evoluciona al trato familiar de dos personas que no son de la misma sangre. A través de los cambios de las corrientes de aire que recorren las montañas de China, me he despojado de los tapujos, para decirte con propiedad que ya tengo suficientes amigos, y que mis deseos nos llevan a la cama para arrugar sábanas. Yo preparándote el desayuno, y siempre que pueda, corriendo a besarte cuando empiece la lluvia. Sí, cumpliendo esos clichés de literatura que nos dan esas sonrisas idiotas de por vida. Tuve que identificar ante una estatua de Buda, que no estoy dispuesto a soportar más decepciones, porque ante la juventud que me acompaña, no vale la pena perder tiempo en callejones sin salida.
Sí, todavía te extraño. Sí, me acuerdo de los roces de tu mano sobre mi pierna. De los vaivenes de tu pelo por la brisa de verano. Y de esa sonrisa que me acompañó en los viajes que hice para conocerte. Pero no más. Vuelvo al país con la decisión firme de pactar con el futuro. De hacer un trato con la soledad. Donde ambas partes puedan coexistir sin la necesidad de abrir muchas botellas de vino. De no conformarme con felicidades efímeras, que lo único que hacen es agregar parches a mi cerebro. Saber que los humanos somos valiosos, cuando sabemos apreciar nuestra personalidad y defenderla de los corazones mezquinos. Sí, aún te extraño, pero no volveré a tomar un avión para olvidarte. Me quedo en los límites de la cordura, y dejaré que la locura se escape, cuando sea la hora de corresponder los sentimientos adecuados.
No, no me volví un robot, y mucho menos un desalmado. Pienso que las cosas se me presentan con mayor claridad, y he adoptado el lema: “vive y deja vivir”. Donde usted podrá ser feliz, sin la necesidad de robarme horas de sueños, palabras de aliento y días de camino. Empiezo por decirle a mi consciencia que se quede tranquila, y a mi alma que deje el sufrimiento. La vida no se determina por los “no te quiero”, sino por los “yo sí puedo”. Es por eso que partimos en igualdad de posiciones, donde yo sé que causé impacto en tu mirada, como usted en la mía. Vamos entonces a ser felices, a jugar con el destino, y por sobre todo, a contemplar las noches de luna llena, sin preguntarnos dónde estarás y por qué no estás a mi lado. Preguntas a las que sabemos respuestas, pero no salen de nuestro cronograma de ilusiones.
Jefferson Díaz.

lunes, junio 20, 2011

Al Tíbet por una mujer
Los monjes tibetanos tienen una tradición para sus iniciados. Antes de instruirlos en la meditación y el rezo, piden despojar de todos los metales y posesiones que carga el candidato. Después de dicho proceso, le piden que escriba su testamento. Y es que los monjes piensan que a través de la muerte espiritual (porque la muerte es lo más seguro que tiene el hombre) se llegará a un estado de paz mental, que permitirá a la persona alcanzar su máximo potencial. Con ese papel, demuestran al aprendiz las futilidades de su vida y el camino que debe seguir para la iluminación. Entonces, el monje se transforma en una persona muy consciente de su entorno, no percibe las cosas como malas o buenas, sino como condiciones de la existencia humana. Protegiendo así su espíritu, y evitando la infelicidad. Suena muy convincente, ¿verdad?
Pero como todo en la vida. Hay un pero para el estilo de vida del monje. Como si de un drogadicto se tratara, el iniciado debe someterse a duras pruebas de abstinencia (y no me refiero sólo al sexo) donde pierde contacto con una sociedad que se ha deshumanizado. Aprende a escuchar su voz interior, y recibe las respuestas necesarias en forma de vivencias. Ejemplos de cómo debe ser la armonía entre cuerpo y mente. Una vez alcanzado ese nivel, podrá superar las pruebas más duras a través de la oración. Lo más preciado para los monjes es la paz interior. Con esta pequeña introducción, yo pregunto: ¿podemos alcanzar esa meta?
No me he metido a monje (todavía) y no pienso hacerlo. Sin embargo es interesante analizar como seres, de la misma especie, son capaces de conllevar una vida próspera y feliz, sin la necesidad de darse tanta mala vida. Lo digo en criollo para dar mejor entendimiento a mis lectores. Confieso que desde hace rato busco esa calma interior; sonará muy existencialista, o como algunos amigos dicen: “EMO”, de mi parte. Pero, ¿no es eso lo que todos queremos? Esa estabilidad que nos permita levantarnos activos en la mañana, y con la mente tranquila, nos lleve a dormir por la noche. Como verán, y por la hora que siempre realizo mis escritos, no tengo esa herramienta de vida que me permita despreciar el estilo de vida tibetano. Me da una envidia atroz no poder enfocarme en lo que realmente importa, y seguir dando paso a la desilusión sin importar el costo. Observo como unas personas, con túnicas de color rojo y amarillo, son devotos de la oración, agricultura, pesca, estudio y meditación (además de pelear a rabiar por su territorio) viéndose realmente felices. Ante un mundo que se sigue hundiendo entre la tecnología y la falsa percepción del amor. Sólo yo tendré esa visión de mundo, o como piensa mi madre: me volví hippie.
Seguro, no soy quien para sermonear sobre el asunto. Y es que a la hora de la verdad, todos vemos la vida de una manera diferente. Pero, las cosas son más sencillas de lo que parecen. Siempre te dicen: se responsable, enfócate en tus metas, estudia y serás exitoso, no dejes que las personas te disminuyan, aprende a reconocer lo bueno, pon los pies sobre la tierra, y mi favorita: ya verás que con el tiempo todo se olvida. Pues no, no se olvida. Somos humanos, y está en nosotros la necesidad patológica de no olvidar. De ver siempre al pasado, y como dije anteriormente, darnos mala vida.
Confieso que empecé a envidiar la vida de los monjes por una mujer. Lo sé, lo sé, esa afirmación me convierte en un cliché andante. Pero pinten este escenario: ustedes son personas confiadas, capaces y emprendedoras. No permiten que las pequeñeces de la vida los destruyan y luchan por sus sueños. Son profesionales, familiares y buscan un éxito sin límites. Hasta ahora, viven de acuerdo a sus expectativas de vida. Se dicen que nunca se dejarán influenciar por alguien. Y es que, ¿por qué hacerlo? Eso es de personas débiles. De repente ¡ZAS¡ Ocurre lo impensable. Se enamoran, y empieza la tortuosa dicha de la felicidad. Sea correspondido, o no. El amor representa una gran barrera, y no se los digo por ser Grinch, sino que es empezar a dar concesiones por otra persona, que nunca imaginamos incluir en nuestro futuro.
Las cosas se ponen interesantes. Porque la cotidianidad cambia, y nos volvemos seres dependientes de otra personalidad. Por mucho que luchemos, por muy duros que creamos ser, al tener esa adición en nuestras vidas, sufriremos poco a poco. Vamos, si hasta Hitler amó con locura a Eva Braum. Y vaya que ese tipo era un hijo ‘e su madre. Es entonces cuando el que escribe, se hizo el planteamiento de la paz interior. De no permitir que nada ni nadie, desgarre tu felicidad. De alejar los términos soledad, e indeseado, del diccionario. De saber que hay cosas más importantes, que reparar un corazón roto. Saber que cuando hay equilibrio, las cosas caen por su mismo peso. Entonces se decide, desensibilizarse ante las situaciones trágicas y felices de la vida. Buscar soluciones concretas a los problemas, y labrar un camino exitoso a punta de sacrificios y fortaleza, para mantener nuestras decisiones. Reconocer que nadie es mejor que nadie, y que todos merecen una verdadera felicidad.
Pensando en lo del testamento. No estoy seguro de que lo haría de esa manera. Más bien le escribiría una carta a mi antiguo yo, y a la causa (llámese damisela de los tormentos) que me puso en esa situación. Para leerla cada vez que vengan momentos débiles. Para obviar a todas esas personas que te dicen “no te sigas haciendo daño”, “lo mejor es lo que pasa”, “no era para ti”, y otra de mis favoritas “verás que lo bueno está por llegar”. Decir que se dejen de idioteces, que los sueños están para perseguirlos mientras estamos despiertos. Que la mejor respuesta es un no, dicho a tiempo. Que las cordialidades aún pueden enamorar. Que estamos destinados a vivir en pareja, porque de ahí venimos. Que nunca debemos perder nuestra personalidad. Que el amor es enorme, pero no más importante que nuestra dignidad. Que las cosas se resuelven con palabras directas, y no con el susurro de una mentira infinita.
Como dijo el Libertador una vez sobre la paz: “Donde te halles, allí mi alma hallará el alivio de tu presencia aunque lejana”. Y si él lo dijo, ¿por qué yo no puedo hacer lo mismo?
Jefferson Díaz.